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¡Fuchi! ¡Guácala!

Pedirles a los ciudadanos que se porten bien, piensen en sus mamacitas y digan guácala a la delincuencia, es una ingenuidad que raya en la burla. | Francisco Rivas

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Escrito en OPINIÓN el

El presidente López es un gran comunicador, como nadie entendió que repetir una frase al infinito -aunque esta sea falsa-, logra que las personas la consideren como verdadera.

López es un hombre capaz de emocionar con la palabra y a través de esta, incluir a las personas que no acostumbran a involucrarse con los discursos técnicos.

El pasado domingo 8 de septiembre el presidente propuso que era hora de que México saliese de la crisis de violencia y esto se hacía sumándonos en un general ¡fuchi, guácala! a la delincuencia y corrupción e invitando a los delincuentes a que se porten bien y piensen en sus mamacitas.

Más allá de estilos y formas ¿por qué debería preocupar que el presidente busque expresarse como probablemente se expresa un amplio porcentaje de la población? ¿Es un riesgo que el presidente se exprese de manera tan coloquial? Sí y no.

Explicarle al ciudadano común en palabras sencillas qué debemos hacer, es una tarea positiva, simplificar un problema tan complejo ante la ausencia de estrategias y mecanismos que lo resuelvan, sí es un problema.

Las palabras importan, a partir de los dichos de un presidente se desdoblan acciones y se utilizan recursos del Estado. A partir de esos mismos dichos, podemos pronosticar qué tanto habrán de mejorar las condiciones de seguridad del país.

Hace un siglo el psicólogo ruso Lev Vygotsky afirmaba que las palabras son el instrumento para entender la construcción de procesos mentales del otro ¿el presidente cree que la violencia se resuelve con un “fuchi” o una invitación a ser buenos? Probablemente, dado que lo ha repetido al infinito.

Lamentablemente, cuando un presidente reduce el fenómeno delictivo y el proceso de violencia del país a un simple repudio y una invitación a la buena conducta, exhibe un profundo desconocimiento por la génesis de la violencia y desarrollo de la incidencia delictiva en la actualidad en nuestro país.

Parte del problema de la alta incidencia delictiva consiste en la oportunidad y los costos-beneficios de esta. Delinquir es fácil, se obtienen recursos inmediatos y hay una casi nula probabilidad de ser sancionados. El 90% de los casos de incidencia delictiva del país se genera precisamente gracias a esta debilidad del Estado de sancionar lo ilícito.

Incidencia delictiva y violencia se entrelazan cuando factores psico-sociales se suman: la violencia genera una sensación de poder; la violencia es un mecanismo de salida de las frustraciones del individuo; la violencia es aprendida y desaprenderla es sumamente difícil; hay familias que no sólo toleran conductas ilícitas, sino que las promueven; la formación ética-moral de los individuos corre por una vía distinta a la formación educativa formal, y se adquiere a través, principalmente, de la vivencia cotidiana.

Es a esta multiplicidad de factores a la que el presidente pretende llegar con las transferencias directas a grupos vulnerables, cartillas morales y declaraciones coloquiales.

Sin embargo, el fenómeno es mucho más complejo y requiere una inversión sustancial del Estado en atención psicológica temprana; en un sistema penitenciario que rompa el circulo vicioso de delincuencia y violencia; en recuperación de espacios públicos; ordenamiento territorial; acceso a la salud; acceso a una educación de calidad; acceso a la justicia; reparación del daño para las personas que han sufrido alguna violación de sus derechos; reconstrucción del tejido social; hasta llegar al ordenamiento del transporte público y los servicios básicos del Estado.

El psicólogo estadounidense Lawrence Kohlberg proponía que, si queremos que al individuo le importe el bien común, se debe partir por ser consistentes en la aplicación de sanciones ante las conductas indeseadas e incentivos ante las conductas que muestren respeto de la ley, es decir, castiga siempre el delito, establece una relación funcional con el ciudadano que respeta la ley, lo que es casi opuesto a lo que sucede hoy y que se trabaja con acciones del Estado y no con dichos.

Para abatir la impunidad y poder implementar sanciones, se requiere de más recursos humanos, formativos, tecnológicos y de equipamiento para así desarrollar una estrategia, mecanismo de supervisión y evaluación.

Se requieren instrumentos de cooperación desde lo internacional hasta lo micro-local para atacar el fenómeno delictivo y no sólo el delito.

Para generar incentivos a la legalidad se requiere que el Estado otorgue a los ciudadanos servicios mínimos que le competen de forma consistente y universal.

Para que el ciudadano internalice el interés por el bien común se requiere de una masa crítica que decida conducirse conforme a la ley; pagar todos sus impuestos, participar y ser subsidiario con la comunidad.

Al tiempo que se requiere de servidores públicos que decidan usar en estricto apego a la norma los recursos que le da el Estado para aplicar la ley; que sigan haciendo el sacrificio de exponer su seguridad e integridad física y legal ante el combate a los delitos; que haya autoridades que optan por rendirle cuentas a la sociedad, reconociendo los posibles yerros y ausencia de resultados.

Ante todo esto, la ruta que el presidente ha elegido no es acorde a sus aparentes intenciones. Entre 2018 y 2019 el recorte presupuestal que destina el Estado para seguridad y justicia disminuyó más del 10%, la promesa de aumento de recursos del 1.8% en el ejercicio 2020 no mitiga las disminuciones que desde 2013 han sido constantes y que este año llegaron a un punto sin precedentes.

A quien no le resulte obvio, menos recursos significa menos personas, menos capacitación, menos tecnología, menos equipamiento, cuando más lo necesita el país.

Las reducciones salariales, vejaciones y maltratos a los servidores públicos, así como la erosión de procesos e instituciones, abonan a complejizar el problema, a que los servidores públicos tengan menos incentivos a sacrificar su vida por el Estado y, por ende, a reducir la posibilidad de éxito.

La ausencia de estrategias, contradicción en la narrativa y en la implementación de acciones, así como la facilidad con la que se reconocen falsos resultados o se minimiza la crisis que vive el país, promueven que este año probablemente llegue a ser el más violento de la historia del país y que el pronóstico para el próximo año no sea halagüeño.

La experiencia internacional nos enseña que para que el ciudadano pueda cumplir con su función de buen ciudadano, se requiera un Estado funcional un Estado que aplica la ley y se aplica a sí mismo la ley. Pedirles a los ciudadanos que se porten bien, piensen en sus mamacitas y digan guácala a la delincuencia, es una ingenuidad que raya en la burla ante el esfuerzo de tantos ciudadanos y servidores públicos que han pagado las consecuencias de la actual violencia y simplemente, no funciona.